―Son las siete, temperatura ambiente veintitrés grados, humedad en el aire treinta y ocho por ciento, contaminación ambiental baja. Agenda para hoy, a las nueva cita en la Agencia de inteligencia estatal—y agregó, como cada mañana—Vivaldi, las cuatro estaciones...
Me había olvidado de la entrevista de control de actividades; antes era anual, ahora, cada seis meses lo mismo, pues la creciente ola de revueltas en los barrios periféricos aumentaba cada día. Sin ir más lejos, hacía tres días que mi vecina fue invitada a renunciar de su puesto en la universidad por unos comentarios que hizo a sus alumnos, sobre la necesidad de dudar de ciertas informaciones, que las pantallas cuentan. Ella, a sus sesenta y dos años conserva todavía una biblioteca con libros que contradicen algunos de esos datos.
Cerré la puerta de mi piso junto con todos esos pensamientos y me planté en el vestíbulo. Se abrió el ascensor y antes de que yo entrara, Ingrid, salía de su piso cargada con dos maletas.
―Espere, Alberto, que bajo con usted. – Su cuerpo rechoncho se movía ligero, su mirada del mismo tono que sus canas, brillaba, me dio la impresión de que estaba feliz―.¡Me voy al pueblo, allí me esperan mis rosales y mi huerto!,antes solo podía disfrutarlos en vacaciones.
―Siento que se vaya, supongo que sus alumnos también. —El rostro de mi vecina se nubló por un segundo— .Bueno, seguro que en el campo estará bien.
Una especie de alivio me hizo suspirar cuando ella se alejó dentro de aquel taxi. Era esa clase de satisfacción que uno siente cuando la desgracia pasa cerca sin tocarte.
Las puertas acristaladas de la Agencia reflejaban mi silueta delgada, mientras se abrían de par en par, como si se alegraran por mi presencia. Mucha gente se movía por el vestíbulo en direcciones contrarias, casi todos venían a lo mismo que yo. Un pasillo a la derecha conducía a una sala inmensa llena de mesas de dos asientos uno enfrente del otro; en el mensaje que me dirigieron especificaba a las nueve en punto, monitor setenta. Me acerqué, estaba vacío, instintivamente miré mi reloj, faltaban cuatro minutos, la puntualidad erasiempre impoluta en ese lugar.
Me senté y a la hora exacta una joven gruesa de pelo corto y oscuro dejó caer su trasero en la silla. Sin mirarme apenas, me pidió mí documento y lo pasó por su ordenador; inexpresiva dijo:
― ¿Es usted Alberto Martínez Ponce?
―Sí.
―Aquí no consta ninguna cita con usted para hoy.
―No puede ser,... Ustedes me citaron hace un mes por mensaje.
—Los ojillos pequeños de la joven volvieron al monitor:
—Este sistema no se equivoca, señor, no hay cita.
―Tiene razón, es infalible, pero estoy seguro que vine hace seis meses, si no me renuevan la tarjeta no podré trabajar, soy abogado tengo tres señalamientos esta semana ―– sentía cómo los latidos del corazón se aceleraban, y mis manos se cubrían de sudor—, me tienen que dar una solución.
―Lo siento, señor, aquí no consta aviso alguno, el sistema nunca falla. —
―Señorita, por favor, envíe mis datos a la central, el supervisor tiene que saber que está pasando. —Sin darme cuenta había elevado el tono, y me sorprendí dando un golpe en la mesa –: lo siento, no suelo comportarme así.
―Mire, le mandaré el expediente al supervisor, pero si vuelve a gritarme tendré que dar aviso a seguridad. —Su expresión facial no mostraba ninguna emoción, solo una pequeña mueca en sus labios parecía decirme que estaba perdiendo su tiempo para nada― --. Me comunican que ahora baja el encargado.
El pequeño respiro me hizo recordar que, en cinco minutos tenía que sacar el coche, si no, la multa era automática,. Aún no había abandonado ese pensamiento cuando un hombre de unos cuarenta años, corpulento de rizos pelirrojos y traje mostaza, se acercó a la mesa. Le dijo algo al oído a mi interlocutora, que se levantó de inmediato, cediéndole el sitio.
―Señor Martínez, usted tenía cita hace una semana, no se presentó, y tampoco ha pagado sus impuestos en meses, además de ser reincidente. —Su tono enérgico no dejaba espacio a la duda, lo dijo con tanta seguridad que casi me lo creo, y agregó—: Sin contar que usted está siendo investigado por cargos de rebelión al Estado, por los que ya estuvo detenido cuarenta y ocho horas.
― ¡Ese no soy yo!, Está todo equivocado, siempre he pagado mis impuestos, estuve aquí mismo hace seis meses, todo era correcto, tiene que haber un error¡ ―mi estómago se encogía, mis piernas temblaban, realmente era una pesadilla, cómo podía estar sucediendo todo eso— todo está mal, soy abogado de civil, conozco la ley y la cumplo.¡
―Señor Martínez, todos los datos están registrados en la nube, el programa es correcto, la IA nunca se equivoca, debería saberlo, ahora mismo estamos procediendo a embargar todos sus bienes, y en estos momentos le está llegando la orden que le obliga a permanecer en la ciudad. —Sus pupilas se dilataron, su dedo índice señalo hacia mi entrecejo―: debe estar disponible para ser llamado a declarar, en cualquier momento, por los demás delitos., desobediencia civil y alboroto.¡
En ese mismo instante una pantalla en medio de la sala proyectaba la imagen de un hombre de cabellos azabache, alto y delgado, vestido con un traje azul marino, que portaba una mochila negra, y que salía de la prisión de alta seguridad.
― ¿Se reconoce usted en video? – Las facciones del supervisor se estiraron, borrando los surcos de su frente, mientras las comisuras de los labios, encogidas, mostraban cierto sarcasmo –. En fin, ya está todo aclarado¡.
―Sí, soy yo.
― ¡Aleja, que conste que el investigado se reconoce en el video!
― Le he dicho que soy abogado, salía de visitar un cliente que me asignaron en mi turno de oficio —mis piernas comenzaron a moverse solas, mis neuronas sacaban toda la información que eran capaces de su disco duro, estaba claro., que no se podían contradecir los informes almacenados en la nube. Nadie iba a escucharme, esto arruinaba mis objetivos, ahora sería un paria, un desterrado de la sociedad, en un segundo me vi anciano y solo en una de esas casas de acogida para viejos abandonados a su suerte, desechos humanos, que inevitablemente terminaban siendo liquidados para que otro ocupara su lugar, cuando así el sistema lo consideraba oportuno. Una furia desconocida para mí hasta entonces surgió de mis tripas impulsando mi cuerpo a correr, tropecé con varias mesillas sin que nadie me mirara, ya no existía, era invisible para toda
esa gente –:¡ Soy inocente!, ¡ el sistema es una mierda!¡
Aceleré las zancadas sin dejar de mirar las puertas transparentes, dos metros más y ya está. En el mismo segundo que mi aliento rozó el cristal, las cristaleras se cerraron al ritmo de una alarma.
Mi impulso era tal, que quedé aplastado como un mosquito contra el cristal,.
De inmediato, una descarga eléctrica recorrió mis músculos, mis tímpanos zumbaron junto a una voz que gritaba,
¡Aleja, código amarillo, detengan al sospechoso!
―Son las siete, temperatura ambiente veintitrés grados, humedad en el aire treinta y ocho por ciento, contaminación ambiental baja. Agenda para hoy, a las nueva cita en la Agencia de inteligencia estatal—y agregó, como cada mañana—Vivaldi, las cuatro estaciones...
Las niñas sentadas en las sillitas de madera no nos atrevíamos a decir ni mu. Un señor alto disfrazado con un vestido blanco hasta los pies, se movía de acá para allá en aquel semicírculo improvisado.
Manolita miraba tras las rejas las magnolias que colgaban descaradas. del árbol de hojas brillantes.
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