No pude evitar alzar la mirada hacia tu balcón, mis ojos viajaban entre sus barrotes contando las macetas. Durante apenas un segundo dudé si era o no tu casa, hasta que un aloe ya crecido se chivó de tu presencia. Un rosal sin flores estiraba las manos hacia tu portal, y yo esperé que te asomaras, exorcizando al viento, con tu risa de castañuelas. Solo unas noches antes, en medio de mi ignorante alegría, coincidí con Retson.
–Hola, estoy muy triste, hoy encontraron muerta a mi vecina. Me dolió mucho, era muy buena persona. –Su cuerpo delgado no dejaba de moverse, sus manos inquietas hundían los dedos en sus rastas azabache.
–Vaya, lo siento mucho... Debía ser mayor, la mujer.
–No, qué va, creo que tenía unos sesenta y pico. Eso sí, estaba obesa, vivía solita, ya hacía tiempo que no salía a la calle… ¡Ha sido muy fuerte! Pobre mujer… A veces le subíamos las bolsas. ¡Uf, es que no me lo quito de la cabeza! Un segundo extraño trajo tu imagen rechoncha. Tu rostro regordete y tus rizos canosos se posaron frente a mi alma con una sonrisa que separó tus mofletes colorados, por debajo de esos ojillos pillines.
–Se parece a una amiga mía, por la descripción... Pero no puede ser, ella vive en el número 7... Los ojos profundos de mi amigo se abrieron como platos contemplando mi intento de huir de la escena y espetó:
–Pero yo vivo en el 7.
–¿No será la Carmen? –confusa, mi pregunta sonó más a una amenaza.
–Sí, es ella, se llamaba Carmen...
Su acento brasileño dulcificó el momento. Al ratito se despidió, con un gesto del brazo que su perro entendió al instante. Mi mente de tiovivo se paró con el impacto y dio paso a un llanto desesperado que rompió los diques de mi conciencia, hasta inundar todo mi ser y la calle entera. Hoy solo tu risa pícara se agarra a mi pecho, junto con aquella otra tarde de hace tantos años, allá en el Velódromo, cuando fui a visitarte. Contenta saliste de un pasillo interminable, tu pequeña estatura corpulenta se movía deprisa gritando mi nombre.
–Luisilla, vente pa’cá –me gritabas a la vez que me sacabas de encima a otra interna que me pedía cigarrillos. Juntas entramos a una triste habitación de psiquiátrico y, señalando con tu dedo regordete al techo, soltaste:
–Tuve mucho miedo, menos mal que tú estuviste toda la noche.
–Ante mi cara de asombro, proseguiste–: Sí, tú me decías, tranquila, que no pasa ná.
–¿Dónde estaba?
–Aquí, ahí arriba, sentada en la lámpara. Luego, ya en la sala, apareció aquella enfermera que, con gestos de pocos amigos y casi encima de mí, con el ceño fruncido, me soltó:
–¡Venga a tu habitación! ¡Haces demasiado jaleo! Me hice la boba.
–¡No pienso ir! –dije. Giré el rostro hacia la chiquita de pelo cortito moreno que se estaba desternillando de risa y proseguí–: Ni hablar, con lo bien que nos lo estamos pasando. Cuando me agarraba para llevarme quién sabe a dónde, saqué mi tarjeta de visitante. La señora desencajada se alejó como gansa cabreada, dos alas blancas sin abrochar golpeaban el aire inocente del recinto mientras se perdía para siempre por los pasillos de la pena. Ahora, desde este manicomio que son mis días, yo te grito: Carmen, por favor, ven y enciende todas las lámparas, que tengo mucho frío.
Las niñas sentadas en las sillitas de madera no nos atrevíamos a decir ni mu. Un señor alto disfrazado con un vestido blanco hasta los pies, se movía de acá para allá en aquel semicírculo improvisado.
Manolita miraba tras las rejas las magnolias que colgaban descaradas. del árbol de hojas brillantes.
Existió un reino perdido entre las telarañas del tiempo, donde los habitantes vivían aterrorizados, por un rey déspota, que estaba obsesionado por el control de todas sus gentes.
Rellena el siguiente formulario y en breve nos pondremos en contacto contigo
Usamos cookies de terceros con fines analíticos, en resumen solo usamos las cookies de Google Analytics para poder analizar nuestro tráfico.