Relatos 15/08/2024

La Lola

La Lola

Un aroma ácido me hizo salivar al paso de los limones, amarillos jugosos, bien apilados junto a la pirámide de naranjas. No había caminado ni veinte pasos cuando me di de bruces contra el puesto de las olivas. Había de toda clase, verdes, negras, rotas, gordas, arbequinas todas olorosas en su mezcla avinagrada aderezadas con hierbas y especias…

 Junto al aparador unos huevos rellenos de atún y mayonesa que me gritaron hasta dejarme hambrienta.

La voz aguda de una mujer morena bastante gruesa que me hablaba detrás del mostrador, me sacó del hechizo:

—Nena que te pongo, ¡tengo anchoas de la escala!

—Perdone, ¿me puede decir donde están las pescateras?

Con desgana y arrugando la nariz, me señalo con su mano enfundada en látex amarillo hacia el pasillo de su derecha: —Allí darás con el pescado.

Impulsada por el ímpetu de la inocencia, allí estaba yo, plantada delante de aquella pequeña parada de mariscos del mercado la Boqueria. Tras el mostrador una mujer de unos sesenta y pico años sobresalía de entre todas las dependientas. Vestía con un delantal con puntillas rosadas alrededor, que por la parte superior resaltaban sus grandes pechos, encima una toquilla hecha a ganchillo de color verde mar como sus ojos grandes de parpados pintados de un tono azulado, y coronando su imagen un moño alto castaño claro, peinado como si acabara de salir de la peluquería.

Yo observaba de lejos la imagen de todas aquellas personas alrededor de los escasos tres metros que, como en un rodaje de tarde, estaban enfocadas por unas luces amarillas, redondas y grandes justo encima.

Espere discretamente que fueran uno a uno marchando los clientes, hasta que solo quedó la voz de la Lola gritando

—¡Venga nenas que están vivas!

En un segundo de valentía me acerqué como si me empujaran, ya no había vuelta atrás a dos centímetros de aquel pequeño paraíso con olor a rompeolas, solo quedaba decir algo…

Aquella mujer me lanzó una mirada profunda y sin mediar palabra nos reconocimos las dos.

Se levantó de su trono, retiró el taburete de madera y agachando su trabajado cuerpo se deslizó por un pasadizo entre dos paradas, muy observada por otras mujeres que se hacían gestos mientras no dejaban de mirarme.

Sin mediar palabra me dio un abrazo y un beso en cada moflete.

—Yo siempre he querido conocerte, pero tu madre te aparto de mí— sus ojos se nublaron un segundo y un anillo de oro de su mano derecha se enredó en uno de mis rizos largos y espesos que colgaba hasta mi hombro.

– Yo me enteré hace poco que eres mi abuela y quería conocerte.

—Ahora tengo faena.

La Lola me soltó dando un respingo como si la acabaran de pillar haciendo una cosa indecente, se dio media vuelta y subió a su pedestal.

Una inquietud nueva brotó en mi alma de catorce años cumplidos, una mezcla de ilusiones llenas de estupefacción y vergüenza me inundaron.

Solo un grupo de langostas grandes como medio brazo que no dejaban de mover sus pinzas de arriba abajo, pidiendo socorro, desde su cama de hielo, parecían conectar con mis anhelos de salir corriendo hacia una nueva historia.

La gente iba y venía por los pasillos del mercado un murmullo de voces de todos los colores se mezclaban con los gritos de alguna dependienta reclamando atención, cuando sin mediar palabra la Lola cogió sin miramientos aquella majestuosa langosta que por más que luchó, no pudo hacer nada para escapar de aquel cordel que la fue atando; primero su cola grande y después sus pinzas cansadas de luchar, la metió en una bolsa no sin antes darle indicaciones precisas a un hombre de traje gris que la escuchaba con atención.

Él se fue y entonces la señora me dijo:

—Ahora te tienes que ir, ven otro día que quieras, pero aquí hay muchas chafarderas y no puedo hacerte mucho caso.

Me di media vuelta como otra clienta improvisada de la tarde, con un vacío en el estómago y un montón de pensamientos dando vueltas en mi mente aún infantil. Luego corriendo a casa con mi pequeña aventura a escondidas de todos ahí enredada, como la langosta dentro de mi corazón.

Marisa Muñiz
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