Ya faltaba poco para el día mágico, mi cuerpecito, de apenas 6 años, no podía dejar de moverse por todo el piso, de la calle Llorens y Barba. Inquieta agarré a mi yayo por la manga, de su camisa blanca de camarero.
Yayo, yayo, la trajiste...
Antes de que contestara, ya había metido mi mano, dentro del bolsillo, de su chaquetón de paño, colgado en la silla del comedor. Pude escuchar a mi madre desde la cocina
—Marisín ten paciencia, ¡oh, hija mía!— su voz alargó las vocales de mi nombre, para después, soltar vestido de un quejido añejo.
—¡Qué nerviosa te pones!
La yaya Mari, me sonrió cómplice, desde un sofá de cuadros escoceses, añorado aún, de las chinches recién exterminadas.
Dámela anda, me dijo mi abuelo divertido y ya sentado en la mesa, con el bolígrafo en su mano, le di aquel papel, bien doblado, lleno de dibujos de colores, donde se plasmaban mis sueños, pues todo eran juguetes, incluso creí ver, sentada sobre un tambor, la muñeca que tanto quería, bueno yo y todas las niñas de mi calle.
Con solemnidad sobreactuada y haciendo un esfuerzo, para contener la sorna, me dijo:
—A ver, vamos a empezar la carta a sus majestades…
—Yo te digo y tú escribes ¿vale?
El yayo emocionado y con una risita bajo la nariz se apoyaba en el cristal de la mesa, dejando ver su torso torcido, ese que iba doliéndose de la falta de un pulmón, luego, girando su cabeza a la derecha, me acunó con la ternura de sus ojos castaños.
Enseguida, empecé con una larga lista de cosas, no sin antes, recordarle con voz picara y bajita, que escribiera algo así como: Queridos Reyes Magos, como he sido muy buena...
Escuche la tos de la yaya, atragantada en una bocanada del cigarrillo, pues le daba risa ver mi inquietud, de que pudiera pensar el Rey rubio, que lo estaba engañando.
Subiendo el volumen de mi voz, la increpé.
—Yaya, no te rías, ¡que los reyes son magos y lo ven todo, y no se lo van a creer.
Mi madre, envuelta en los vapores, de la olla de caldo, que llevaba en sus manos, atravesó la puerta del comedor, dejo el manjar sobre el mantel, apretó sus finos labios, levantó sus párpados y me lanzo un destello verde azulado, envuelto en reprimenda, que aterrizo en mis pupilas.
—Yayo, yayoo… léeme, léeme qué has escrito. Que los pajes lo ven todo y se lo cuentan a los Reyes.
El escribiente tomó el papel con las dos manos y se lo acerco a la cara, yo, con los ojos abiertos como platos y mis piernitas, delgaduchas, cruzadas de la emoción, escuché atenta, con todos los sentidos abiertos, como él con voz impostada de seriedad leyó:
— He puesto, quiero unos calzoncillos para mi abuelo, unas bragas para la yaya, sostenes para tu madre…
Enseguida me di cuenta del desastre, pues ahora, ¿qué haría? No teníamos más cartas, el susto se me agarró al cuello y el aire no circulaba por mi pecho, hasta que por fin un llanto estridente, saltó inundando la habitación junto a la pataleta de, mis zapatitos rojos, golpeando contra el suelo.
Lloriqueando, con el aliento frenando mis palabras, dije:
—Ahora los reyes no me traerán nada y yo quiero mi muñeca, eres malo, ¡no te quiero!
A esas alturas, ya mi abuela, después de chafar medio cigarrillo, en el cenicero de plástico, donde se leía Martini, se puso en pie, en cuatro pasos largos y con los brazos hacia el cielo, acercó su cintura de avispa al pico de la mesa y con tono de enfado, lanzo una mirada, con sus ojazos azules, fulminando al escribano.
Luego con autoridad le gritó:
—Alberto, ¿qué estás haciendo? Has hecho llorar a la niña. ¡Pareces tú más crío que ella! Parece mentira hombre.
Luego cogiéndome del brazo me arrastró para apretarme contra su falda de tubo marrón y con mucha certeza me aseguró:
—No le hagas caso ¡el yayo es tonto! Te está engañando.
Mi abuelo intentaba explicarme asustado de la bronca, que era todo una broma, que no lo había puesto, pero yo no me fiaba, pues no sabía leer ni escribir y ya no le creía nada.
No sé, como me calmaron tanto disgusto, solo recuerdo que no podía pegar ojo de tanta emoción, esperando a la mañana del día señalado y a la Pablita, esa muñeca rubia, con ojos verdes, que tenía una cuerda en su espalda, con un aro de plástico y que nunca me trajeron. La misma que sí tuvieron mis vecinitas y que cuando la estiraban por detrás de la cuerdita, lloraba y reclamaba como yo, constantemente, mama, mama.
Las niñas sentadas en las sillitas de madera no nos atrevíamos a decir ni mu. Un señor alto disfrazado con un vestido blanco hasta los pies, se movía de acá para allá en aquel semicírculo improvisado.
Manolita miraba tras las rejas las magnolias que colgaban descaradas. del árbol de hojas brillantes.
Existió un reino perdido entre las telarañas del tiempo, donde los habitantes vivían aterrorizados, por un rey déspota, que estaba obsesionado por el control de todas sus gentes.
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