Como en la mayoría de los pisos no había luz en tu ventana, tu figura se paseaba lenta y cansada por la habitación oscura y de tanto en tanto, los ventanales arqueados, se chivaban de aquella presencia anciana, reflejando una sombra regordeta hacia el patio de luces.
Yo hacía tiempo que quería conocerte y una noche te encontré paseando por la Ronda Sant Antoni muy decidida cerca de los coches aparcados. Me pare en una esquina para observarte mientras tu ajena a mi curiosidad te agachabas mirando debajo de los vehículos. Me sorprendí, pues era la primera vez que contemplaba una escena semejante, una mujer mayor pobremente vestida con aquella falda de paño hasta casi los tobillos, una camisa blanca pasada de moda desde hacía mucho, y una chaqueta gorda de lana marrón. También llamaban mi atención sus alpargatas viejas y sus cabellos canosos tan descuidados.
Aunque éramos vecinas nunca nos cruzábamos por la achacosa escalera, además vivíamos en el entresuelo, solo teníamos un piso para encontrarnos.
Enseguida salieron dos gatazos grandes de entre las ruedas de un coche blanco, el rubio de ojos brillantes con su cola en alto se paseaba entre tus piernitas casi enclenques comparadas con tu cuerpo rechoncho de grandes caderas y pechos grandes.
Inclinada hacia delante abriste una bolsa de tela de la que con tu mano derecha sacaste una fiambrera de plástico verdoso, luego dos hojas de periódico y una cuchara sopera, con dedicación fuiste poniendo la misma cantidad de ese mejunje blanco en los dos pedazos de papel y enseguida los dos invitados se pusieron a comer impacientes.
Desde ese instante ya te colaste para siempre en mi tierna alma de adolescente para vivir en mí por siempre jamás. Con el ímpetu de mis diecinueve años me acerqué más allá de lo considerado oportuno con una persona desconocida y me presenté.
—Hola, soy tu vecina de al lado.
Te sobresaltaste un poco y con una voz entre avergonzada y huraña contestaste
—Si ya sé quién eres. Yo le doy de comer a los gatos de la calle, si no los pobres si no se mueren de hambre.
—Si —le dije.
—A mí me encantan los gatitos.
—Pues la mayoría de la gente no piensa igual, a mí me critican, me llaman la loca de los gatos.
Las arrugas de su rostro, sacudían penas antiguas, al tiempo que, su mirada castaña clara iba entornándose como las ventanas de su casa y agachando su cabeza, me pareció que se asomaba una niña desatendida que buscaba otra para jugar.
Seguimos hablando ya no recuerdo de que, luego caminamos juntas a su paso hasta la plaza del peso de la paja, donde otros comensales de cuatro patas de colores diversos maullaban ansiosos. Después de repartidas las cenas volvimos juntas hasta nuestro rellano. Y esa fue la primera, de tantas noches de paseos y confidencias, María, yo, los mininos y el arroz con pescado.
Las niñas sentadas en las sillitas de madera no nos atrevíamos a decir ni mu. Un señor alto disfrazado con un vestido blanco hasta los pies, se movía de acá para allá en aquel semicírculo improvisado.
Manolita miraba tras las rejas las magnolias que colgaban descaradas. del árbol de hojas brillantes.
Existió un reino perdido entre las telarañas del tiempo, donde los habitantes vivían aterrorizados, por un rey déspota, que estaba obsesionado por el control de todas sus gentes.
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