Blog 14/08/2024

Nodi

Nodi

Aquel domingo soleado de febrero invitaba a salir a pasear.

— ¡Nodi! —llamé a mi perro recién adoptado, un cocker negro y gordinflón de tamaño mediano, que me miró encantado por salir a la calle. Si por él fuera viviríamos en una tienda a los pies de mi amigo el abeto de enfrente de la portería. Nodi no tenía rabo para mostrar su contento, se lo cortaron de cachorrito, pero se las apañaba muy bien moviendo el pompón que le dejaron en su trasero; su alegría se mezclaba con la ansiedad de encontrar a su amo abajo, pues no sería la primera vez que se perdieran.

Su dueño fue un hombre triste, de unos cuarenta años, era alto y moreno, de mirada dulce. Toni aún conservaba su atractivo y un porte elegante, a pesar de estar habitado de muchas cicatrices que iba arrastrando cada vez más solo por las calles del barrio; pedía amablemente algo de dinero aquí y allá para pagarse la entrada al reino del dios Baco. Muchas veces me lo encontré sentado en los bancos de mi calle con su lata de cerveza en la mano y su fiel amigo tumbado a sus pies. El peludo, en cuanto me veía, corría hacia mí, seguro de encontrar alguna cosa rica en mis bolsillos; yo nunca fallaba, y Toni a voces nos regañaba a los dos:

— ¡No le des nada, que siempre está pidiendo!

Era un 19 de febrero, y recuerdo bien la fecha pues estábamos celebrando el cumpleaños de mi hermano con mi madre entre bailes y risas, cuando el timbre de casa empezó a gritar siendo imposible no responder, y así fue como en pocos segundos la fiesta saltó por los aires. Toni, con voz desgarradora, me suplicó desde el telefonillo:

— ¡Quédate a mi perro, me voy a suicidar! Con el corazón en un puño, bajé, y ahí estaba abrazado al cuello de Nodi. Entre llantos y besos le decía: 

— Perdóname, te quiero mucho, pero ya no puedo más, te tengo que dejar.

A mí me repetía que me lo quedara y lo cuidara mucho. Busqué entonces entre mis vocales y consonantes la conjunción perfecta para convencerle de que me dejara acompañarle a las urgencias del hospital, ya desesperada ante su negativa, sentencié:

— No puedes decidir dejar el planeta con semejante borrachera.

Dudó unos segundos mirándome atentamente, luego dio media vuelta y vi a mi amigo desaparecer calle abajo hasta acabar aterrizando para siempre en el paraíso. En la explanada nos vimos rodeados enseguida de amigos y vecinos de Nodi que igual que yo respiraban interrogantes llenos de espanto que éramos incapaces de contestar.

Una mujer alta y delgada se me acercó. Era la hermana de Toni. Yo la conocía de oídas por las largas conversaciones con su hermano, pues ella siempre le ayudaba con algo de dinero que él se gastaba en un periquete. Para él nunca era suficiente lo que nadie le daba.

— Mi hermana tiene un buen trabajo —decía—, yo antes también, sabes… Soy mecánico dentista… y muy bueno…

Cristina me sonreía con los ojos llorosos y asustados, mientras se apartaba con sus dedos delicados los mechones lisos de su cabello rubio, que dejaban ver facciones finas. Pude apreciar debajo de su mirada a una niña indefensa que se debatía entre la culpa y la profunda desolación; aparentando una serenidad firme, era descubierta, pues su cuerpo inquieto no podía dejar de moverse.

— Te invito a comer —me dijo—, he quedado con la expareja de Toni y los niños, que están muy afectados.

Caminamos hasta la terraza del bar de enfrente, donde estaba Susana con sus dos hijos, una mujer fuerte y seductora de cuarenta y pocos años, a la que la vida había entrenado para sobrevivir a cualquier circunstancia por dura que fuera. Expresiva y siempre observando todo a su alrededor por el rabillo del ojo, Susana no dejaba de contar anécdotas de su vida con Toni; a ratos interrumpía rota de dolor, que en un momento se le convertía en rabia contra su amante:

— ¡Cómo has podido hacerme esto! —Y enseguida se justificaba—: Estoy muy cabreada con él, por irse… —Dejaba salir la culpa por no haber cogido el teléfono aquella mañana en que como tantas otras veces, Toni la llamó sin que ella presintiera que sería la última.

Juntamos dos mesas y nos sentamos. A mi lado estaba la niña, una preciosa criatura de unos diez años; su sonrisa coqueta atrapaba ternuras, la miel de sus ojos pillines escondían a una viejita que estaba aprendiendo deprisa la magia de vivir. Su hermano, ya adolescente, un muchachito alto y nervioso; muy callado, interrogaba al mediodía con los ojos bien abiertos, intentando a ratos entender todo aquel caos con el que vivía ya hacía demasiado. Delgadito y guapo, de melenita morena, el chico miraba a su madre, sentada enfrente suyo, buscando el arrullo de una sonrisa. Se percibía que a su corta edad ya había saboreado el miedo y la locura. Los platos llegaron y enseguida los chicos, hambrientos de caprichos, empezaron a disfrutar comiendo a cuatro manos, mientras una diagonal de conversación entre Susana y Cristina paseaba frente a mis narices; me sentía una extraña entre ellos.

Nodi no se apartaba de la nena, que se divertía dándole patatas fritas, que él no se cansaba de reclamar haciéndole mil monerías puesto a dos patas delante de ella. Me uní a su juego, acariciando los rizos largos y castaños de la niña, que se movía mimosa en la silla que enseguida tomó vida bailando a su compás. De pronto, dentro de mí surgió un deseo de no sé dónde, que me impulsó a buscar en mi monedero algo de dinero para dárselo a la chiquilla. Ella, mirándome sorprendida, lo cogió encantada; con los ojos resplandecientes y una sonrisa de oreja a oreja, alzó la voz:

— ¡Mira, mamá!, me ha dado para chuches, esto es lo que hacía siempre el Toni...

Susana y Cristina sonrieron cómplices, por primera vez vi un interés por participar en lo que se hablaba de su hermano que adelantó su cuerpo y su rostro por encima de los platos. La luz que reflejó aquel anuncio traspasó nuestros cuerpos. Tuvimos, entonces, la certeza de que quien fuera su papi adoptivo de algún modo estaba vivo allí con ella, con todos nosotros. Nadie dijo nada, no hacía falta; el silencio lo gritaba. Después de los cafés, Cristina me dio su teléfono, quedamos en que se haría cargo de los gastos veterinarios de Nodi, que sacudía las orejitas de derecha a izquierda expulsando angustias.

Susana me dejó claro que el perrito era suyo, pero que no se lo llevaba por no tener una casa para acogerlo. Al ratito llegaron los niños correteando entre risas, repartiéndose los dulces que acababan de comprar. Su madre los llamó enseguida y al momento la obedecieron; tenían que irse, les dijo, a la residencia para mujeres desamparadas donde ahora vivían; aún les estaban esperando para comer, pues no avisaron de que no irían. Se abrazaron con Cristina, y en pocos minutos, los vimos alejarse con prisas hacia su destino incierto sin mirar atrás. Susana me dijo adiós precipitadamente y se acercó a saludar a un vecino que la llamaba desde la esquina; le dio el pésame y también ella se fue a buscar su coche, que la llevaría con su niña triste hacia otra parte, a su otra vida, en otro mundo. Nodi, un pelín despistado con tantas emociones, al fin entendió que se venía conmigo, y los dos empezamos nuestro camino juntos, una aventura que continúa.

Desde esa tarde, Nodi supo que por mucho que buscase a su compañero de mil correrías, ya no lo encontraría en ningún bar del barrio. A partir de ahora, Toni estaría para siempre en ningún sitio y en todas partes.

Marisa Muñiz
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