El hermoso piano de cola se extendía delante de mis ojos. Carolina delicadamente iba resbalando las yemas de sus dedos por las teclas. Yo sentada a su lado, disfrutaba escuchando como cantaba mis cuentos de amor.
Antes de esa tarde ella no había mostrado jamás, ningún interés por mi persona, aunque su hermana y yo andábamos casi siempre juntas.
Ellas dos pertenecían a la aristocracia española y yo a la del barrio del Raval, si no hubiera sido por estudiar teatro, en la misma escuela nunca nos habríamos conocido.
Carolina una noche en casa de su hermana y hurgando en el disco duro del ordenador de esta, descubrió cuatro poemas míos, pues en esa época para mí era un verdadero lujo comprarme uno, por lo que mi amiga me dijo.
—Es una pena que pierdas tus versos, vente a mi casa y los guardas en mi computadora.
Cuando Carol los descubrió se enamoró al instante de esas pobres palabras mal vestidas.
—¿Quien ha escrito estos versos? ¡Quiero conocerla!
— Son de Marisa, esa que no entiendes por qué somos tan amigas ¡Bueno, ya le preguntaré si quiere quedar contigo!
— Si por favor ¡no sabía que escribía, me gustan mucho!
Después de aquello Carolina y yo comenzamos a vernos asiduamente, cuando no me invitaba al cine, me regalaba algún trapo que ya no usaba. Todo eran agasajos y propuestas que rechazaba amablemente, como aquella de que
—Mira, ¿cuánto ganas limpiando pisos?, yo te podría pagar esas horas y vienes y escribes para mí.
Una noche el teléfono gritaba con mucha urgencia, fue imposible ignorarlo, así que lo descolgué.
—Me han hecho una propuesta para que haga la banda sonora de una serie en televisión, me piden un bolero de amor. Si les gusta me dan la serie.
Yo acepté y enseguida un cúmulo de emociones nuevas y excitantes me animaron a remenear entre mis libretas, estuve horas leyendo los restos de mis sueños, vocales y consonantes apasionadas. Al final me decidí por tres y en media hora ya había hecho un buen remiendo, que a ella le gustó.
No pasaron ni cinco semanas cuando otra vez nos encontramos las dos junto al piano, esta vez Carol de pie frente a mí parecía ir creciendo mientras muy enérgica me recriminaba enfurecida.
—Pero, ¿tú quién te crees que eres, eh? Pablo Neruda, ¿o que? Yo ya he acordado todo con la productora y ¿ahora no quieres firmar el contrato? ¿De qué vas? Ya han hecho la maqueta de la canción, les gusta a todos. Las cosas son así, la canción es un setenta por ciento mía, y un treinta para ti.
—Vale, yo no sé quién coño soy, pero sí que mis poemas son míos, si quieres. Hazte tu otro bolero con otra letra, quédate tú con tu música. Yo ya paso de todo esto.
—Estás loca ¡las palabras no son de nadie! Están ahí en el universo y las usa el que las encuentra. ¡Tú nunca llegarás a nada, pues así va el negocio!
Sentí un desgarro en mi alma, no era una novedad, su discurso ya era viejo y gastado, mil veces había oído frases así en mi corazón. Una niña triste y miedosa me la repetía constantemente.
La imagen de Dª Albina en aquel despacho de colegio con olor a lápiz y madera vieja siempre me recordaba lo mismo.
— Has nacido poeta, pero nunca llegarás a nada, ¡eres una gamberra! ¿Cómo puedes ser tan mala y escribir esos poemas tan bonitos a la madre de Dios?
Así que asumí mi fracaso con dignidad y salí de casa de la pianista sin dar un portazo, seguramente era ese mi destino, no llegar a nada en la vida.
Una voz inquisidora martilleaba mis neuronas.
—Lo ves, eso te pasa por mostrar al mundo tus rimas de penas, mejor no brillar, te han vuelto a herir, ¿qué te pensabas que ibas a ser reconocida o qué?
Enseguida lo entendí, estaba claro, desde ese día enterraría mis palabras dentro de una habitación oscura, junto a los sueños despedazados y nunca más recordaría, aquella mañana que por primera vez leí aquel poema en un libro de tercero de primaria.
Luna lunera, cascabelera, debajo de la cama, tienes la cena.
Las niñas sentadas en las sillitas de madera no nos atrevíamos a decir ni mu. Un señor alto disfrazado con un vestido blanco hasta los pies, se movía de acá para allá en aquel semicírculo improvisado.
Manolita miraba tras las rejas las magnolias que colgaban descaradas. del árbol de hojas brillantes.
Existió un reino perdido entre las telarañas del tiempo, donde los habitantes vivían aterrorizados, por un rey déspota, que estaba obsesionado por el control de todas sus gentes.
Rellena el siguiente formulario y en breve nos pondremos en contacto contigo
Usamos cookies de terceros con fines analíticos, en resumen solo usamos las cookies de Google Analytics para poder analizar nuestro tráfico.