Últimamente me hago llamar Marisa, nombre compuesto de las dos madres que tuve en mi infancia, la yaya María que me crió y Luisa, la que me parió. Hace diez años era Mª luisa, y en mi tierna infancia, si es que alguna vez lo fue, me refiero a lo de la ternura, pues fui Marisín, nombre por el que aún me llama mi familia. A mis sesenta y dos años todavía no me he identificado absolutamente con ninguno y tampoco con mi propio cuerpo, ese que a veces me devuelve el pequeño espejo del baño o de mi habitación. En la imagen puedo contemplar a una mujer que los años han encogido, de ojos verdosos y profundos, que si los contemplo atentamente aún me llevan a paisajes desconocidos y enigmáticos por descubrir. Mis grandes pechos tan apetitosos en otros tiempos ahora se van cayendo por la flacidez de mi piel que en los últimos tres años no para de envejecer a ritmo de canción punki. Las piernas delgadas dan un toque de esbeltez a esta figura que veo que, por otro lado, ya no tiene arreglo posible. Los restos de mi cabellera rizada que atrapaba suspiros de duendes por las esquinas han sido invadidos por esos pelos canosos y rebeldes que no los dejan lucir. Hasta mi sonrisa ha sufrido la devastación de tanto vivido, pues me voy quedando sin dientes poco a poco.
Como me digo yo a mí misma, en fin ya se sabe, todas las brujas somos hermosas de jóvenes y desdentadas y maltrechas de viejas.
En contra de cualquier estadística mundana sigo viva, además de independiente, aquí en este piso con mis dos peludos, contemplando cada día los restos de mi propio naufragio, en este viaje interminable a ninguna parte.
Creo tener fama de simpática aderezada de unos toques de loca de los perritos, mucho menos desde luego de la verdadera locura que me corre por las venas. Me muestro como un libro abierto ante todos los vecinos, sin recato, no dejo espacio al misterio.
Descaradamente me voy entregando a cualquiera que pasa, penetro en sus neuronas como una suave brisa de primavera para luego llevarme su néctar, a mi alma y a mi pluma. No sé cómo empecé esta aventura de ser un poco de todos y de nadie, seguramente huyendo de mí misma, de esa película de terror que me acompaña en lo oscuro desde tiempos olvidados.
Tendría unos siete años cuando aquella maestra de frustraciones mezcladas con las tablas de multiplicar, dijo.
—Hoy dibujo al natural —se giró hacia la pared de detrás de su pupitre, luego giró su cuello hacia la derecha y levanto su mirada al cielo, sin apreciar el jolgorio de las niñas, contemplando su calvicie, que contrastaba, con sus cabellos negro azabache.
—Silencio, ¡hoy pintaréis el crucifijo, no toleraré ni una voz, quiero respeto para pintar a nuestro señor! A ver como lo hacéis…
Después con las manos en los bolsillos de su bata blanca exhaló un suspiro, para después sentarse en su trono al lado de la pizarra, sin muchas ganas.
Enseguida me puse a observar aquel hombrecillo colgado de un madero, los clavos y su melena castaña cayendo por su cara ensangrentada, con mi lapicero plasmé en el papel toda aquella angustia que más que miedo me dio pena. Llegado el tiempo de entregárselo a la señorita Montserrat, enseguida mi pintura se viralizó en clase.
—¡Levántese Muñiz! — Con el ceño fruncido omitió mi primer apellido, pues ya sabía ella que con ese de mi padrastro yo ni me levantaba –Te parece a ti decente lo que has hecho con Jesucristo, menudo garabato. ¡Eres la que peor dibuja en la clase, que horror!
Así, contemplando mi dibujo que a mí me parecía hermoso y lleno de vida, abandoné para siempre los pinceles. Estaba claro que el expresionismo no combinaba con la dictadura, aunque ahora pienso que por lo menos no nos hizo dibujar el mamotreto de en medio de la pared… el retrato de Franco, mucho más sagrado en el cole que el otro, de pintar ese seguro que me dejaban sin patio una semana!
Desde entonces y puede que mucho antes siempre me encuentro con esas almas hechas un cristo a las que enseguida les apaño un espacio en mis días, son almas abandonadas a su suerte, sin padre ni madre ni perrito que les ladre. Así, sin darme cuenta ocupada en ansiedades ajenas, me fui distrayendo de mis propios sueños mientras destilaba poemas mal vestidos que leía al primero que pasaba… Versos incomprendidos como yo, como aquel cristo que quiso acunarse en el alma de una niña prisionera.
Las niñas sentadas en las sillitas de madera no nos atrevíamos a decir ni mu. Un señor alto disfrazado con un vestido blanco hasta los pies, se movía de acá para allá en aquel semicírculo improvisado.
Manolita miraba tras las rejas las magnolias que colgaban descaradas. del árbol de hojas brillantes.
Existió un reino perdido entre las telarañas del tiempo, donde los habitantes vivían aterrorizados, por un rey déspota, que estaba obsesionado por el control de todas sus gentes.
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